Luis Carlos Coto Mederos, de memoria

T.S. Eliot, tras acusar a abril de ser el mes más cruel, lo culpa también de confundir memoria y deseo. Esa afirmación describe el origen mismo de la poesía. De uno u otro modo esos dos elementos se mezclan en cada acto de creación.

La poesía de Luis Carlos Coto Mederos podría definirse, más que como una mezcla de memoria y deseo, como un intenso deseo de memoria. Sus versos intentan siempre redimir un recuerdo cuya pérdida le parece una catástrofe. Cada poema es una operación de rescate, una fotografía de un día o un instante memorables que alguien guarda bajo la camisa y la manta en medio del ciclón.

La casa, los abuelos, el pueblo soñoliento, la pañoleta, la escuela, los primos lejanos que vienen de visita, las campanadas, el parque, los arboles junto a la línea del tren, el tren mismo, ciertos ritos, el café y el humo del cigarro, los hijos. Esos son los elementos con los que el poeta parece armar su campamento.

Y su campamento está instalado en la infancia, con una que otra excursión hacia la adolescencia, y la tienda está construida mirando hacia la casa de los abuelos, hacia los orígenes mismos de la Republica. Los versos de Luis Carlos Coto Mederos son como aquellos guajiros elegantes, que entraban en el pueblo en las tardes de domingo montados en caballos inmensos, con guayaberas impolutas, corazas de blancura y almidón contra el tiempo. Y esos jinetes almidonados entran por la puerta estrecha de sus versos para obligarnos a recordar su estampa.

Su obra no se resume a cierta obstinada nostalgia. Hay en su mirada la lectura de muchos versos, la lucidez de muchos silencios. Porque pocas personas leyeron tanto, y con ojos y oídos tan atentos. Quien lo lea notará en su cadencia ecos de los octosílabos del Cucalambé y los alejandrinos de Darío y los endecasílabos de Neruda, de Quevedo y de Borges. También lo notará quien lo escuche hablar en su portal al caer de la tarde. Y es imposible no sentir en sus versos el sabor, como de mínima azúcar en el café recio del almuerzo, de Eliseo Diego.

Esos detalles, que importan y pesan, no definen su esencia, que está más en el amor de ciertos recuerdos –o el recuerdo de ciertos amores- y en el deseo intensísimo de poner cada palabra en su lugar preciso, y el innato talento de saberlo. A veces da la impresión de que sus poemas son un intento de salvar el sabor de algún postre exquisito, el ruido del viento en las palmas o la sonrisa de su madre, salvarlo todo del vendaval a fuerza de ordenar ciertas palabras. Su esfuerzo podría hacernos recordar a aquel niño del cuento de San Agustín, que quería echar el mar en un hoyo que había hecho en la arena. San Agustín reconoció en el pequeño a un Ángel y dedicó su vida a imitarlo.

Jorge Ignacio Domínguez López
Nueva York, Julio del 2016.
Foto: Melby