¡Le ganó, le ganó! ¡Qué clase ‘e gallo ‘e pelea! Así gritando subió al escenario del Círculo Familiar de nuestro pueblo y me levantó por encima de su cabeza con sus poderosos brazos. ¡Le ganó, le ganó! Repetía, mientras me trasladaba hacia la puerta de salida seguido por varios fanáticos de las controversias guajiras.
Esa noche apenas habíamos cantado tres décimas mi contrincante y yo (dos adolecentes de unos doce años cada uno) cuando el auditórium se exaltó al escucharme decir, en versos claro está, que nunca había cantado con décimas aprendidas, en clara alusión al desliz de mi contrario que acababa de repetir unos versos improvisados la semana precedente en Bejucal. Juan, entendió entonces que no había nada más que oír y dio por terminada de esa forma la contienda. Era así de intenso.
En otra ocasión presencié una caída accidental que sufrió en su bicicleta y corrí raudo a auxiliarlo. Bastó eso para que estuviera días y días diciendo en todas partes que yo era ejemplar. ¡Qué bravo es, carajo! Decía.
Juan de Dios fue un gran hombre, sobre todo una persona buena y decente, pero Juan de Dios fue también un personaje muy peculiar a quien había que saber tratar para merecer su amistad, fidelísima siempre. Era, creo yo, muy aprensivo.
Presumía, con toda razón, de su gran fortaleza física, aunque nunca fue prepotente ni abusador. Era amable con quien le mostraba respeto y consideración.
Pero –y siempre hay un pero- en su centro de trabajo, que era el mismo de mi padre y de algunos tíos maternos, ciertos elementos gustaban buscarle las cosquillas al Charles Atlas criollo.
Uno de sus colegas se percató, no sé cómo, de que Juan desconocía el significado de la palabra orate y arremetió con toda su artillería: esperó un momento bien concurrido y, la presencia de Juan, para deslizar un comentario sobre mi tío Julio, que no sabía nada del asunto, pero que también era un hombre muy fuerte físicamente.
-Este Julio si está “orate” de verdad, dijo, mientras se tocaba los bíceps, los tríceps y se daba golpecitos en el pecho.
El pobre Juan tragó en seco, bajó la cabeza y abandonó la tertulia.
Al otro día ya todos repetían el chiste: Julio sí está “orate” de verdad, señalando siempre hacia los brazos y el tórax.
A punto de que el comentario se convirtiera en consenso y a la hora en que todos almorzaban, irrumpió Juan de Dios en el centro del comedor obrero:
-¡¡¡Aquí no hay nadie más orate que yo, carajo!!! Puedo demostrárselo a quien sea.
Trabajo costó desinflar los zumos del herido y presunto atleta. Los mismos sátiros le juraron mil veces que él, Juan, era el más orate de la comarca, que nadie había querido decir lo contrario, sino, que todos también reconocían en Julio ciertas virtudes.
Bien puestos los puntos sobre las íes vino la calma y con ella la reconciliación con mi tío, que a esas alturas continuaba ajeno a lo que estaba pasando.
Nunca logré saber cómo Juan se enteró de que Orate quería decir loco. Solo sé que entonces sí se armó la gorda.
Luis Carlos Coto Mederos
Víbora Park, enero 2023