“México es tierra de refugio, donde todo peregrino ha hallado hermano:…” Así dice el Apóstol de la Independencia Cubana José Martí en su panegírico del 30 de noviembre de 1889 dedicado al Primer Poeta Romántico de América y Poeta Nacional Cubano José Maria Heredia.
Heredia había nacido en la ciudad de Santiago de Cuba el 31 de diciembre de 1803 pero abandonaría su patria natal apenas con dos años de edad para comenzar un periplo por varios países latinoamericanos, -incluyendo Cuba nuevamente, donde vivió en total algo más de seis años-, y por los Estados Unidos. De sus treinta y cinco años de vida, dieciséis los vivió en México, país que le acogería como a un hijo.
En 1819, con dieciséis años y de la mano de su padre llegó por vez primera a la tierra sagrada del Anáhuac, convencido que éste sería otro de los lugares transitorios de su existencia como lo habían sido ya Santo Domingo, Pensacola y Venezuela. Una vez establecido en la capital reúne todas sus composiciones escritas desde su niñez en dos cuadernos bajo el título “Ensayos poéticos”. Continúa aquí sus estudios de derecho y traba amistad profunda y duradera con dos mexicanos nobles: Blas de Oses y Quintana Roo.
Fue la muerte de su padre, el magistrado José Francisco Heredia Mieses, en octubre de 1820, y las escaseces económicas que envolvieron a la familia lo que les instó regresar a Cuba. No obstante, aún hubo tiempo para que sucediera algo trascendental en la revelación literaria y humanística de Heredia. Su amigo, Blas de Oses, tratando de mitigar las penurias del poeta le hace una invitación a visitar las ruinas del altar de sacrificios de los aztecas conocido como El Teocalli de Cholula y ante la majestad del templo sagrado y la imponente presencia de los tres volcanes, el Iztaccihuatl, el Orizaba y el Popocatepetl el joven aprehende de una vez la difícil conciliación de naturaleza, historia, creencias, destinos, vida y muerte, y sintetiza como nadie en encrespados versos sus fervores:
Hallábame sentado en la famosa Cholulteca pirámide. Tendido el llano inmenso que ante mí yacía, los ojos a espaciarse convidaba. ¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¡Oh! ¿Quién diría que en estos bellos campos reina alzada la bárbara opresión, y que esta tierra brota mieses tan ricas, abonada con sangre de hombres, en que fue inundada por la superstición y por la guerra...?
En tal contemplación embebecido sorprendióme el sopor. Un largo sueño de glorias engolfadas y perdidas en la profunda noche de los tiempos, descendió sobre mí. La agreste pompa de los reyes aztecas desplegóse a mis ojos atónitos. Veía entre la muchedumbre silenciosa de emplumados caudillos levantarse el déspota salvaje en rico trono, de oro, perlas y plumas recamado; Y al son de caracoles belicosos ir lentamente caminando al templo la vasta procesión, do la aguardaban sacerdotes horribles, salpicados con sangre humana rostros y vestidos.
Un año después de la perdida paterna, en 1821, la familia se instala en Matanzas, al amparo de su tío materno. El joven José María obtiene su título de Bachiller en Derecho y hace muy buenas relaciones con lo mejor de la intelectualidad del momento. Ahora vendrá el salto definitivo en su formación patriótica y literaria. Cuba, la tierra vejada por la bota de un sátrapa y un sistema colonial español decadente lo hará estremecerse hasta en sus fibras más recónditas y su poesía redentora y libertaria nace tan natural y desbordada como el agua infinita de un surtidor eterno. Poco hubo que esperar para que lo consideraran enemigo de España y al ser descubierta la conspiración de Los Rayos y Soles de Bolívar fue condenado a muerte y a la confiscación de sus bienes. Se ve obligado a salir del país clandestinamente hacia los Estados Unidos.
El frio país del norte le hirió su salud y su ánimo pero nada pudo impedir que antes de abandonarlo dejara escrito como en oro uno de los más grandes poemas de nuestra lengua: Oda al Niágara:
Templad mi lira, dádmela, que siento en mi alma estremecida y agitada arder la inspiración. ¡Oh! ¡Cuánto tiempo en tinieblas pasó, sin que mi frente brillase con su luz...! Niágara undoso, tu sublime terror sólo podría tornarme el don divino, que ensañada me robó del dolor la mano impía.
En 1825 emprendió, ahora desde los Estados Unidos, su segundo viaje a México y en la travesía escribió su Himno del desterrado:
Aunque errante y proscrito me miro, y me oprime el destino severo, por el cetro del déspota ibero no quisiera mi suerte trocar.
Aunque viles traidores le sirvan, del tirano es inútil la saña, que no en vano entre Cuba y España tiende inmenso sus olas el mar.
En México, acogido por el Presidente Guadalupe Victoria, ejerció como catedrático de Literatura e Historia, legislador, juez de Cuernavaca, así como oidor y fiscal de la Audiencia de México. En 1832 publicó en Toluca una segunda edición de sus versos, considerablemente revisada y ampliada. Y trabajó como redactor de varias revistas: El Iris, La Miscelánea, y El Conservador. Escribió y estrenó varias obras de teatro.
Así transita su segunda residencia, la de los años de su madurez, la cual coincide con su larga carrera de servicio al gobierno mexicano en distintos cargos, la mayoría en relación con su preparación legal. Este es el periodo de su actividad periodística.
Deseaba un México estable, progresista, donde sus ciudadanos gozaran de la libertad y la fraternidad. No dejó de desenmascarar la corrupción, la violación de las leyes, o la ambición y deshonestidad de los poderosos.
En poco tiempo contrajo matrimonio con Jacoba Yáñez, mujer mexicana, con quien formó una familia muy amada pero sumida en la angustia de la pérdida continuada de sus hijos. Se estableció definitivamente en Toluca. Allí pronuncio tres fervorosos discursos de orgullo patriótico para conmemorar el 16 de septiembre (1831, 1834, 1836). En ellos se manifiesta la preocupación del “ciudadano” adoptivo por la felicidad del país, pues además de pasar revista sobre la historia de México y sus figuras públicas, critica las imperfecciones que descubre en el panorama contemporáneo. En 1831 ruega a sus conciudadanos buscar el camino de la unidad nacional: “Renunciemos, compatriotas, para siempre a rencores barbaros y a divisiones funestas”. En 1834, con frases apoteósicas, recomienda que no se olviden de que “la justicia es la base de la libertad: que sin justicia no puede haber confianza, ni prosperidad, ni ventura”.
Sin contar el breve lapsus de cuatro meses en que viajó a Cuba para visitar por última vez a su madre, el insigne prócer de nuestras letras y de nuestra independencia vivió con su familia en el noble país hermano.
En 1839, a la edad de treinta y cinco años murió de tuberculosis en la Ciudad de México.
Así fue la vida de José Maria Heredia, orgullo de Cuba y orgullo de México. Un lazo inmarcesible entre nuestras dos naciones.
Unió su existencia a la vida mexicana, pero sin dejar de pensar en Cuba.
Martí nos dice al final de su ardiente discurso:
…Allí murió, y allí debía morir, el que para ser en todo símbolo de su patria, nos ligó, en su carrera de la cuna al sepulcro, con los pueblos que la creación nos ha puesto de compañeros y de hermanos.
…y por su muerte, con Méjico, templo inmenso edificado por la naturaleza para que en lo alto de sus peldaños de montañas se consumase, como antes en sus teocalis los sacrificios, la justicia final y terrible de la independencia de América.
La Habana, Abril del 2016